jueves, 2 de julio de 2009

MAJDANEK: entre la muerte y la muerte




...Era primavera, aunque por las venas me recorría un frío escalofriante y aterrador. Llovía. Pero no podía distinguir si las gotas que me mojaban eran producto de la lluvia o de las lágrimas que rodaban por mi mejilla.

“Por acá” nos llama la guía. Comenzaba la “excursión”. Majdanek estaba intacto. Era el único. El régimen nacionalsocialista no había llegado a destruirlo, como lo hizo con otros campos tales como Treblinka o Auschwitz. Mis ojos intentaron hacer un paneo del lugar. Tomaron una foto mental, que jamás voy a borrar de mi memoria: mucho pasto, que aunque verde parecía gris y se volvía más oscuro con cada una de las pisadas de mis botas. Una fila de barracas iguales, bajas, numeradas, de maderas oscuras y desagradables. Un alambrado aterrador, semejante al que uno ve en las películas que intentan reconstruir la historia del holocausto, pero este estaba ahí, frente a mis ojos y era real; no me animé a tocarlo. Una garita de seguridad cada dos metros. Al fondo, una sala rara; todavía no sabía bien lo que había dentro de ella.

Las agujas se habían puesto de acuerdo para ordenarse y taladrar desde temprano. El reloj marcaba las 5 y mi cuerpo comenzaba a despegarse del sommier. Esa mañana me levanté perdida. Creí por un instante estar en mi cuarto, entre mis sábanas y mis almohadones de color violeta y verde, pero no: estaba en un hotel de Polonia. Estaba lejos. Y no por encontrarme en otro continente, sino porque estaba a punto de descubrir otra realidad. Impensable en una mente sana, pero cierta. Lejana en cuanto a tiempo, pero cercana si hablamos de memoria, recuerdos y huellas.

“Llegamos” alguien grita. Abrí mis ojos que se habían cerrado luego de dos horas de viaje en micro hasta el lugar de destino. La gente charlaba y se reía. Yo también. Parecía un paseo. Una visita a un museo de historia quizás. Pero al entrar y pisar Majdanek, un campo de exterminio nazi a cuatro kilómetros de la ciudad de Lublín, en el cual se asesinaron a judíos, gitanos, polacos, discapacitados y a cualquier especie humana que no entraba en el esquema de la raza germánica-aria, rápidamente las risas se convirtieron en asombro y el asombro a su vez se transformó en una inmensa nube que sacudía mi existencia. Desde allí ninguna sensación podía ser definida con exactitud.
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Recordé aquellos campos de rosas con los que soñaba cuando era chiquita y me contaban en la primaria la historia del holocausto. Siempre había querido visitarlos. Me daba curiosidad lo que podía llegar a haber allí dentro. Dicen que había vivido mucha pero mucha gente, pero en las cabañas ya no quedaba nadie. Traté de imaginarme nuevamente las rosas en medio de los campos, pero era imposible. Se habían convertido en manchas de sangre que cubrían todo el campo. Todo el campo de exterminio.




Primera parte de la visita: BAD UND DESINFEKTION I. Había que entrar. Pero me tomé unos segundos antes de hacerlo. La gente que entró allí nunca más salió, pensé. Ni tampoco imaginó que dentro de una cabaña que en la entrada tenía un cartel en alemán que prometía un instante de relajación como lo es la hora del baño, pasaría el último instante de sus vidas. No quería entrar. Pero lo tenía que hacer para descubrir que la imaginación es gratis y autónoma, pero cuando se topa con la realidad se vuelve dependiente de ella. Jamás pude volver a recordar las cámaras de gas a mi manera. La realidad puso fin a mi imaginación y me encontré con un pasillo de cemento gris, paredes húmedas y un lugar oscuro, con un techo bajo. Esa era la primera sección de las cámaras. Allí te sacabas la “ropa”, ese pijama a rayas que cosificaba a todos los individuos allí presentes, como si se tratara de meros objetos, como si identificarlos con un número era más que suficiente. Segundo tramo: muchas filas de tuercas, caños y tubos en el techo preparados para abrir. Eran duchas. No, de ahí no salía el gas. Yo pensaba lo mismo, pero todavía no los mataban. Era la etapa de bañarse con agua bien caliente para abrir los poros, así cuando entraban a la última sección sus cuerpos estaban mejor preparados para recibir el zyklon b. Y ahora sí era el turno del ocaso. Era un cubo gris, con las paredes manchadas de sangre, de tristeza, de gritos de socorro, de desesperación. Las cámaras de gas era lo primero con lo que uno se topa al entrar al campo. No estaban tapadas, ni escondidas. Estaban allí. ¿Nadie las pudo ver? ¿Nadie escuchó las voces de almas desesperadas? Salí de allí con ganas de escupir todo lo que tenía adentro. Y el paseo recién comenzaba.


La lluvia y la oscuridad ambientaban el lugar. Me encontraba en pleno descampado, al aire libre, pero no en libertad. Porque parecía que el sol sólo asomaba fuera de este predio. Como si aquí estuviesen prohibidas las sonrisas y la calidez no pudiese hacerse dueña del lugar. De repente entramos a una fábrica de zapatos. Era una barraca. Allí solían dormían los prisioneros. Ahora, una enorme galería de zapatos de todos los tamaños y de todos los colores. Estaban gastados, seguramente nadie tenía la intención de comprarlos. Costaba tocarlos. En cada zapato veía un rostro; un alma perdida; pedían ayuda; pilas y pilas de ellos amontonados, atrapados entre las rejas que los contenían… deseaban salir. Gritaban con dolor e impotencia. No eran números. Eran seres humanos, que no pudieron seguir “caminando”. Pero ya era tarde, sus pedidos de socorro, sus miedos, sus llantos y sus proyectos de vida habían sido destrozados en las cámaras de gas y luego para evitar que resuciten fueron cremados en los hornos. Bajé la cabeza y me miré los zapatos. Por primera vez pude ver mucho más que unas lindas botas compradas en una buena tienda porteña. En mi calzado logré ver la capacidad de transitar mi propio futuro, de cumplir mis sueños y mis ambiciones. La posibilidad de elegir, por dónde y hacia dónde caminar. Algo tan sencillo, que nunca nos paramos a cuestionar.




Majdanek había sido creado en 1941, por el comandante las SS Heinrich Himmler, para recibir a los prisioneros de guerra polacos. En 1943 abrió sus puertas y le dio la bienvenida a todas las minorías discriminadas por los nazis. Majdanek no estaba escondido, ni cercado por un predio de bosques como otros campos de concentración, sino que estaba a la vista de los habitantes de Lublín. Pero nadie veía ni oía nada. Y yo estaba allí, luego de más de 65 años de su creación y seguía escuchando las voces de gente inocente. En otra barraca veía sus valijas, cada una con su nombre y sus documentos; me pregunto de qué les habrá servido tener una identidad a esas personas, si fue arrebatada por completo. En la siguiente, una fila de camas marineras de madera gastada; cuántos sueños habrán tenido arriba de esos lechos aquellos cuerpos asesinados; sueños que deben seguir descansando entre las camas marineras de madera, esperando que alguien los cumpla, aunque saben que eso jamás pasará. Arriba de algunas camas había muñecas que pertenecían a algún niño inocente. La muñeca seguía allí, esperando que su dueño la viniera a rescatar.




Ahora veía pelo, mucho pelo. En esa barraca se podía ver la industrialización de la muerte. No los mataban nada más. Los degradaban, los exterminaban. Con el pelo que les quitaban construían sus tapados de pieles. También los utilizaban como conejillos de india para experimentos científicos, y así los convertían en ratas. Casi llegando al final del campo se encontraba aquella sala rara: era la zona de los hornos. Pero antes la industrialización de la muerte continuaba; los cuerpos ya sin vida pasaban por una mesa de disección donde les extraían las cosas valiosas: dientes de oro, de plata. Ni siquiera ya muertos podían descansar en paz. Me animé a tocarla y sentí la necesidad de lavarme las manos. Ingresé a los hornos, cada uno de ellos cubiertos con velitas que reemplazaban a los cuerpos que alguna vez allí estuvieron.

Había estado 7 horas encerrada en Majdanek y todavía no podía irme. Una parte mía quería quedarse, como si necesitará volver el tiempo atrás. Otra necesitaba salir de inmediato, tenía miedo y quería salvarse. Ya me acercaba al final y sentía que el gris se iba degradando a colores cada vez más claros. Tenía curiosidad por saber si al salir de allí sería la misma. El Mausolo de las cenizas era lo último que me quedaba por conocer. Allí yacían las cenizas de las víctimas incineradas. Las rodeaba un monumento construido por los rusos. Comencé a caminar hacia la salida, pero mi mirada seguía en cada uno de los rincones de Majdanek. Estaba triste, pero tenía una euforia contenida que quería gritar: “Estuve en un campo de concentración y salí con vida”. Se me vino la imagen de las velitas de los hornos a la mente, la gente prendía una vela y se acercaba pensativa. Recordé la paz mundial. Hay tanta miseria, muertes y guerras en nuestras narices y nosotros no logramos verlo. Es triste. A veces uno tiene que viajar tan lejos para darse cuenta de la realidad: lejos en la historia y lejos en el espacio. De repente resonaba en mi cabeza una vieja frase de Albert Einstein: “El mundo es muy peligroso para vivir en él, no por quienes cometen maldad sino por aquellos que ven y permiten que eso ocurra”.


Stephanie Maia Hindi













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